Frieda y Adler veían una película en el sillón de la sala. Llevaban ya varios años de casados, y como lo había prometido, Adler se mudó con ella una vez terminados sus estudios.

Con el dinero de la venta de la casa en Alemania, Berta compró un terreno en donde construyeron un dúplex. En la casa de la derecha vivía ella y en la de la izquierda vivían su hijo y su esposa. Les había hecho ese regalo en nombre de ella y su difunto esposo. Era una casita acogedora con tres habitaciones —pues Berta había pensado en sus futuros nietos—, un bello jardín al frente y un amplio patio trasero.

—¿Me pasas la butaca? —dijo Frieda y señaló un banquito que se encontraba al otro lado.

—Hmmm —murmuró Adler muy concentrado en la película que veían.

—¿Me la pasas? —inquirió Frieda de nuevo viéndolo con seriedad y poca paciencia. Adler asintió y se levantó para traer la butaca colocándola justo enfrente a su esposa para que ella pudiera levantar allí sus pies.

—¿Ya? —preguntó Adler mirándola para que de una vez le pidiera todo lo que necesitaba. La conocía y siempre lo hacía de a poco, lo que lograba impacientarlo ya debía interrumpir la película a cada rato.

—Hmmm, sí —dijo Frieda y colocó sus pies sobre la butaca. Adler se sentó a su lado entonces ella lo vio.

—¿Y si traes palomitas? Tengo hambre —dijo sobándose la enorme panza.

—Fri… —se quejó Adler.

—Tenemos hambre —agregó ella con ternura y señaló su abultado abdomen.

—Eso es chantaje —dijo Adler levantándose para ir a buscar las palomitas.

Caminó hasta la cocina, buscó uno de esos sobres de palomitas para microondas, las metió en el aparato y esperó.

—¡Ad! —escuchó a su mujer.

Volteó los ojos y regresó a la sala. La amaba, pero el embarazo la había convertido en un manojo de antojos extraños que él debía satisfacer bajo la excusa de que era su hija quien lo deseaba.

—¿Sí? —dijo el joven ya de nuevo junto a ella. Frieda observaba sus pies sobre la banqueta, se había descalzado y los miraba con curiosidad.

—¿Has visto lo feos que son? —Adler no entendió y frunció el ceño confundido.

—Mis pies, míralos… ¡Están hinchados! ¡Parecen sapos! —chilló.

—Pero si te gustan los sapos —bromeó Adler y Frieda lo miró con cara de odio—. Mira, tómalo por este lado —dijo y se acercó para poner sus manos sobre el hombro de su esposa y hacerle unos masajes—. Dicen que las chicas con pies feos, se casan con hombres guapos… justo como yo —añadió y Frieda se volteó para arrojarle una almohada que había encontrado al lado.

Adler rio.

—Anda por esas palomitas y ven que quiero seguir la película —ordenó.

—No me digas —se quejó Adler con ironía.

Fue por las palomitas y las derramó en un cuenco mientras intentaba no quemarse. Les echó sal y luego sacó una botella de jugo de naranja de la heladera, sabía que si no lo hacía Frieda se lo pediría apenas se sentara. Llevó ambas cosas y las colocó sobre la mesa. Se volvió a sentar y Frieda volvió a poner la película.

Un rato después, ella volvió a hablar.

—No alcanzo las palomitas, esta panza me separa de todo —se quejó.

Adler la miró y sonrió, tomó el cuenco que estaba sobre la mesa y lo colocó sobre la panza de Frieda. La chica rio.

—Hay que ser creativos, ¿no? Mira, sirves de mesa —dijo y ella asintió con una sonrisa.

Luego lo besó en la mejilla y continuaron con la película.

Un buen rato después, cuando las letras empezaron a salir, Adler se percató de que su esposa había quedado dormida. Ya no podía cargarla hasta la habitación, no tanto por el peso, pues Frieda —a pesar de decir que parecía un tanque—, solo había engordado lo necesario. Pero le daba miedo lastimarla o lastimar a su pequeña. Levantó todo lo que allí había y la colocó de costado, le puso una almohada bajo la cabeza y la cubrió con una manta. Él se sentó en el sillón individual a contemplarla. Era tan hermosa, tan perfecta y era su esposa.

Dejó que varios recuerdos vagaran por su mente, su infancia, su adolescencia, esos años que vivieron juntos, el tiempo que luego de casados tuvieron que estar separados y que solo les sirvió para amarse más. Recordó la primera noche que durmieron juntos cuando él regresó de Alemania ya para quedarse, esa sensación de «para siempre» que lo había embargado. Pensó en el día en el que decidieron que era hora de buscar un bebé, el miedo que tenían ambos de no lograrlo y a la vez de lograrlo. Recordó la mañana en que ambos esperaron ansiosos a ver si las rayas del test les decían que por fin serían padres, y el eterno abrazo entre lágrimas que se dieron cuando la respuesta fue positiva.

Pensó en su padre. A Adler le gustaba imaginar que su hija estaba en sus brazos y que estaría allí hasta el día que naciera. Le gustaba creer que las almas venían de un más allá al cual volvían luego de la muerte, así le era más sencillo aceptar que su padre ya no estaba, pero que un día se reencontrarían. Adler se preguntó si Niko estaría orgulloso de él, pero sabía la respuesta; sí lo estaba, siempre lo había estado.

Él tenía miedo, Frieda ya estaba de treinta y nueve semanas y media y la niña no tardaría en llegar. Su madre le decía que ya era el padre de esa beba que crecía y crecía en las entrañas de su mujer, sin embargo no era hasta que la viera, hasta que la cargara, que él experimentaría en realidad la sensación de ser padre. Y le asustaba, le daba miedo no lograrlo, no ser tan bueno como había sido Niko para él o Rafa para Frieda. Había compartido con su esposa ese temor varia veces, y ella lo abrazaba y lo besaba diciéndole que sería el mejor padre que cualquier niña podría desear. Aun así, él no sabía cómo hacerlo.

Observó a Frieda una vez más y la vio profundamente dormida, estaba agotada, las últimas etapas del embarazo eran pesadas y además estaba ansiosa. Ella también temía no lograrlo, el parto se avecinaba y eso le generaba ansiedad. Sonrió, él sabía que ella lo haría de la mejor manera, porque así era Frieda; a sus ojos, todo lo hacía bien.

Tenían la suerte de tener a su madre cerca, Berta siempre había trabajado en maternidad, era doula, acompañaba a madres durante el embarazo, el parto y también era asesora de lactancia. Ella les había matenido informados y había respondido a todas las preguntas que una y otra vez le hicieron. Además, tenía esa sonrisa y esa paz que era tan característico en su madre, y que solo lograba hacerlos sentir confiados en sus propias potencialidades.

Entre sus pensamientos se quedó dormido, y lo próximo que supo fue que un grito agudo lo despertó en medio de un sueño donde él y su esposa estaban en una playa nudista.

—¡Adler! ¡Adler! ¡Despierta! —Sacudió su cabeza sin entender por qué ya no estaba en aquel paradisiaco lugar.

—¿Qué? —preguntó confundido.

Frieda estaba de pie al lado del sofá y miraba sus piernas y el pantalón de su pijama que estaba completamente mojado.

—¿Te hiciste encima? —preguntó un Adler todavía adormilado.

—¡Idiota! ¡Rompí bolsas! ¡Llama a la tía! —gritó Frieda que no se movía de su sitio.

Adler no entendió hasta que volvió a ver ese líquido que había mojado el suelo de la sala y lo comprendió. Era hora, la pequeña Steren estaba en camino.

Se levantó como pudo, se resbaló en el proceso, se incorporó de nuevo y luego se enredó con la manta que Frieda había dejado en el suelo, se volvió a incorporar y salió corriendo por la puerta que daba a la casa de al lado, la casa de su madre. Minutos después, entraba con el rostro rojo y la frente sudada, seguido por Berta que venía sonriente y con la calma que la caracterizaba.

—¡Tía, tía, ya viene! —dijo Frieda que seguía en el mismo sitio y aún observaba sus piernas.

—Tranquila, corazón, todo está bien, iremos a la clínica. Adler, anda por el bolso y las cosas y yo llamaré a tus padres —añadió con tranquilidad—. ¿Has tenido contracciones, Frieda? —preguntó entonces.

—No, o sea, me desperté un poco antes de que sucediera porque había sentido que la panza se me ponía dura, pero no fueron dolorosas… las de siempre —dijo ella refiriéndose a las de Braxton Hicks, contracciones que su tía le había advertido no eran fuertes y eran normales durante el embarazo, especialmente hacia el final.

—Bien, vamos a cambiarte, debemos ir a la clínica, es probable que pronto inicien las contracciones —dijo Berta y abrazó a su nuera para que se moviera ya que estaba como fijada en el suelo.

Solo diez minutos después, Adler estaba en la puerta de su habitación con el bolso al hombro y una valija con ruedas en la otra mano, veía nervioso como su madre ayudaba a vestir a su esposa que acababa de salir de la ducha. Entonces Frieda se contorneó y comenzó a gemir. Adler pegó un salto y soltó todo lo que tenía en sus manos. Berta, calmada, observó su reloj y dio a Frieda algunas instrucciones sobre la respiración.

—¿¡Qué sucede!? —exclamó Adler asustado.

—Contracciones, han iniciado —dijo Berta y miró con una sonrisa a su hijo.

Frieda se repuso enseguida entonces la mujer la ayudó a calzarse y luego la observó a los ojos.

—Nos vamos, mi niña, verás que lo harás bien—

La chica solo asintió. Adler bajó abriéndoles la puerta de la casa y luego la del auto. Una vez sus pasajeras estuvieron arriba, puso en marcha el motor, pero por una fracción de minutos no supo hacia qué dirección debía ir. Habían ensayado eso muchas veces, habían ideado el mejor camino para llegar a la clínica, pero en ese momento todo se había ido de su mente.

—¡A la derecha! —gritó Frieda impaciente.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo Adler y asintió. Hizo un giro bastante cerrado y brusco que hizo que Frieda pegara un gritito.

—Tranquilo, Adler… tenemos que llegar a salvo —bromeó su madre—. Respira, hijo —dijo ella y puso su mano en el hombro del chico.

En unos minutos bajaron del auto. Habían elegido una clínica que Berta les había recomendado. Cuando hablaron del plan de parto, Berta les planteó a Frieda todas las posibilidades, un parto en casa, un parto en agua, las distintas opciones de clínicas que quedaban cerca de su casa. Sin embargo, y luego de haber estudiado todas y cada una de las opciones, Frieda decidió que en una clínica se sentiría mucho más segura. Berta se había comunicado ya con el médico ginecólogo que había seguido el embarazo y le había avisado que iban en camino, así como también con sus amigas y conocidas que trabajaban en esa clínica. La mujer les había hablado muy bien de ese lugar, ella había acompañado a muchas madres a dar a luz en el sitio donde tanto el parto como los tiempos y necesidades de cada madre eran respetados.

La llevaron a una habitación donde al entrar había un cómodo sofá con un equipo de sonido en el cual le dijeron ella podía poner la música que eligiera. La habitación era amplia, una cama en el centro, una bañera grande al lado, un baño en frente y unas telas colgadas del techo, así como también una enorme pelota y otros artefactos. Le dijeron que allí podía ubicarse como más le agradara y que podía usar todo lo que allí había para sentirse más cómoda.

Ya Berta le había hablado sobre todo eso y para qué servía cada cosa, así que Frieda se sintió cómoda. Su suegra ingresó con dominio del lugar y encendió la bañera —que era una especial para parto—, empezó a preparar todo allí con ayuda de una enfermera, mientras Adler ponía en el equipo de sonido un pendrive con músicas de relajación que Frieda había elegido para el momento.

Un rato después de ponerse cómoda llegaron sus padres, Carolina muy emocionada la abrazó y Rafael, intentando contener las lágrimas que amenazaban por salir, también se unió al abrazo. Las contracciones empezaron a llegar de forma sincronizada pero aún no eran muy intensas. En ese momento también Samuel, Taís  y su familia, Galilea y su madre, se hicieron presentes, pero a pedido de Carolina, todos esperaron en los pasillos, ya que en la habitación, Frieda solo quiso a su madre, su padre, su suegra y su marido. Sin embargo Rafael, prefirió salir a calmar la ansiedad de quienes esperaban afuera.

El parto se desarrolló con naturalidad y rapidez, Adler masajeaba constantemente la espalda de Frieda o le daba tiernos besos mientras le llenaba el oído de palabras tiernas. Carolina y Berta la ayudaban cuando las llamaba, y cuando no, solo la dejaban experimentar por sí misma aquel maravilloso proceso sin mucha intervención.

Finalmente, la niña nació en el agua, la pequeña Steren fue colocada sobre el pecho de su madre quien entre lágrimas de emoción la llenó de besos. Adler también lloraba y abrazaba a sus chicas. La habitación se llenó de emociones, de sentimientos, de sensaciones, de magia y de mucho amor. El llanto de la pequeña hizo que brotaran más lágrimas al convertir en realidad el hecho de que Adler y Frieda se habían convertido en padres.

Frieda estaba agotada pero se sentía plena, se recostó en la cama con su pequeña sobre el pecho y la besó en la frente. Carolina, Berta y las personas que habían ingresado para terminar el proceso de parto, los dejaron solos por un rato.

—Steren —repitió Frieda y miró a su pequeña—. Mi estrella —añadió ya que ese era el significado del nombre.

Hacía ya mucho tiempo, una noche cuando ambos estaban sentados en el patio de la casa con sus padres, Carolina les había contado de aquellos tiempos en que ella y Niko —luego de conocerse en aquel centro de rehabilitación—, pasaban las noches juntos sobre un tejado mirando las estrellas. Ella solía pensar en Rafael y Niko solía decirle que el cielo era uno solo para todos, que en algún lado esa luna y esas estrellas cubrían también a Rafael, haciéndole de esa manera sentirse más cerca. Fue así como aquella noche, ya en la cama, Frieda en brazos de Adler y con una barriguita incipiente de solo veinte semanas, habían decidido que Steren era un buen nombre para la niña, para de cierta forma recordar que su abuelo siempre estaría cerca de ella.

—Somos padres —dijo Adler y miró a su pequeña. Acarició con ternura su piel rojiza y su cabecita casi calva.

—Lo somos —añadió Frieda—. Y creo que será parecida a ti —sonrió—, mi renacuajita preciosa.

—Será mi princesita —dijo Adler besando a su esposa en la frente.

—¿Y si no quiere ser una princesa? —inquirió Frieda emocionada.

—Será lo que quiera ser —añadió Adler.

—Espero que en un futuro encuentre un príncipe como tú —dijo Frieda y besó a su marido en los labios.

—No, de eso nada. La recluiré en un castillo y no la dejaré salir jamás —bromeó Adler negando, Frieda sonrió.

—Díselo a mi padre, creo que no le ha funcionado —susurró y miró de nuevo a su niña.

—Ya déjate de pensar en eso que me pones nervioso — añadió—. Gracias por convertirme en padre, Frieda —susurró y miró a su esposa a los ojos.

—Gracias a ti, por todo —añadió Frieda sin poder evitar algunas lágrimas.

—Quién diría que la maternidad te ha convertido en una llorona —bromeó Adler.

—Cállate, que todavía me puedo vengar de ti —dijo la muchacha secándose las lágrimas.

—¿Cómo? —inquirió Adler levantando las cejas.

—¿Has oído hablar de la cuarentena? —bromeó la muchacha.

—Dios, no… es cierto —dijo Adler y se llevó los brazos a la cabeza, Frieda negó divertida.

—Tu papi no sabe que ahora somos dos para hacerle la vida más complicada —dijo hablándole a su pequeña.

—En realidad, ustedes dos, mis niñas, mis mujeres, solo me pueden hacer la vida más feliz, más completa —dijo Adler abrazándolas a ambas.

Entonces besó a su mujer con un beso casto y tierno, luego del cual ella se recostó en su pecho y ambos se pasaron los siguientes minutos, o quizás horas, mirando a su pequeña niña e intentando asimilar que era de ellos, que eran padres, que habían dado vida a un nuevo ser y que en ella, en sus ojitos, en sus manitos, en su pequeña boquita, en todo su ser, el amor de ellos quedaba consumado, quedaba resguardado, quedaba impregnado para siempre.